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sábado, 6 de julio de 2024

Cine y Pediatría (757). “Anita” espera que la aguja del reloj esté arriba…

 

Continuamos reivindicando que la vida no va de cromosomas, sino de amor, convivencia, respeto comprensión, integración… y tantos otros valores positivos para intentar un mundo mejor. La semana pasada nos lo recordaba la película brasileña Colegas (Marcelo Galvao, 2012), y hoy lo hacemos con la película argentina Anita (Marco Carnevale, 2009). Pero esta película va más allá, porque con la experiencia de esta joven con síndrome de Down recordamos uno de los días más duros en la historia de la ciudad de Buenos Aires.  

Se nos presenta la bendita rutina de aquel domingo del 17 de julio de 1994 con Dora (Norma Aleandro) y su hija Anita (Alejandra Manzo), una joven con síndrome de Down: levantarse, desayunar, ir al cementerio (a poner piedras en la tumba de su padre), ayudar a su madre en la cocina y esperar a su hermano Ariel y su esposa a comer, bañarse (paso a paso cada parte del cuerpo) y acostarse cantando una canción mientras se dan la mano madre e hija. La simbiosis entre ambas es total y se tratan con un afecto envolvente, que protege a Anita de cualquier temor y cubre su enorme necesidad de afecto. Anita y Ariel también tienen gran complicidad, pero ese día no cumple el hermano con su palabra de llevarla al zoológico, pues prefiere ver la final del Mundial de Fútbol, donde Brasil ganó en los penaltis a Italia en tierras estadounidenses. 

Y al día siguiente llega aquel 18 de julio de 1994 grabado en la memoria de los argentinos. Dora y Anita abren su librería debajo de casa para comenzar a trabajar, pero la madre tiene que acercarse a la mutual AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina) para cobrar la ayuda social, pues es una de las muchas labores que ejerce esta institución desde hace más de un siglo, dado que su fin es promover el bienestar y el desarrollo de la comunidad judía argentina, y mantener vivas las tradiciones y los valores de dicha comunidad. Y Dora le dice a Anita: “Cuando la aguja larga del reloj esté arriba, mami vuelve”. Pero una explosión lo cambia todo. El reloj de la librería marcaba la trágica hora: 9,53. 

Cabe recordar que el atentado a la AMIA fue un ataque terrorista con coche bomba con un saldo de 85 personas asesinadas y 300 heridas, considerado como el mayor atentado terrorista de la historia argentina y también el mayor ataque contra objetivos judíos ubicados fuera de Israel desde la Segunda Guerra Mundial (cabe recordar que la comunidad judeoargentina con casi 300.000 personas, de las cuales más del 80 % vive en la Ciudad de Buenos Aires, es la sexta mayor del mundo). Tras 12 años de investigación se acusó al gobierno de Irán de planificar el atentado y al partido Hezbolá del Líbano, de ejecutarlo. Un proceso con más sombras que luces y con demasiadas preguntas por responder aún ahora que se cumplen los 30 años de aquel triste evento. 

Anita, aturdida por la explosión, sale de la librería y comienza a vagar por la ciudad en lo que será una larga odisea para todos. Para la ciudad de Buenos Aires que no sale de la conmoción, mientras aumenta la lista de víctimas; para Ariel que busca el paradero de su madre y hermana; y para Anita, que no puede dar referencias para volver a su hogar, pues no conoce la calle donde vive, el teléfono de sus familiares y que cuando le preguntan por el nombre de su madre, ella responde que es Mami. Y el único referente que le queda, y que repite con frecuencia es la última frase de su inseparable madre: “Cuando la aguja larga del reloj esté arriba, mami vuelve”. 

En su vagar, perdida por la ciudad, en su particular “road movie” sin auto, Anita se encuentra con la buena (o no tan buena) voluntad de distintas personas con las que se cruza: con el fotógrafo periodista con problemas familiares que decide no asumir otra carga, con la familia china, cuya madre gritona, regenta un bazar, y con la enfermera que vive en los suburbios, quien la cura y la cuida como una hija. Cuando los noticieros exponen las fotos de los desaparecidos, Ariel puede reencontrar a Anita unos días después. Y esta tiene que entender ahora lo ocurrido, y por ello pregunta a su hermano algo que aún sigue en el aire: “¿Por qué explotó la bomba?”. Y entonces Anita coloca la aguja larga del reloj arriba. Y con el fundido en negro final, se nos regala este pensamiento anónimo: “A veces quisiera preguntarle a Dios por qué permite que hay tanto odio, violencia e injusticia en el mundo cuando podría hacer algo al respecto… pero sé que Él me haría la misma pregunta”. 

Salvando el trágico hecho histórico que centra esta historia, la bondad y forma de aceptar la vida de la película Anita bien puede rememorarnos a la película belga El octavo día (Jaco Van Dormael, 1996), como esa crónica del encuentro entre dos mundos antagónicos y que nos enfrenta al choque entre la aparente capacidad y la aparente discapacidad de las personas. Porque nuestra Anita representa la inocencia de un personaje bondadoso, tierno, sin maldad... contraponiéndolo con el contexto más violento de todos, el de una sociedad epigenéticamente enferma. 

 

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