sábado, 22 de marzo de 2025

Cine y Pediatría (793) “El tren de los niños”, las madres del sur y las madres del norte

 

La iniciativa “Treni della felicitá” surgió entre 1945 y 1952, una época en la que Italia se recuperaba de toda la destrucción que había dejado la Segunda Guerra Mundial. El sur del país había sido el más golpeado, pues a la pobreza y la falta de empleo se sumaba la escasez de alimentos. Ante esta situación, el Partido Comunista Italiano y la Unión de Mujeres Italianas idearon estos Trenes de la felicidad, cuyo objetivo era trasladar a los menores del sur de Italia al norte, donde serían acogidos por familias que les brindarían educación, alimentación y alojamiento. Toda una experiencia sociológica en Italia que llegó a afectar a unos 70.000 menores que fueron trasladados en estos trenes. Y esta historia tan particular fue reflejada en el libro de Viola Ardone, “Il treno dei bambini”, publicado en 2019 y convertido en un superventas, por lo que la todopoderosa Netflix no ha desaprovechado la oportunidad en convertirlo en película: El tren de los niños (Cristina Comencini, 2024). 

Y es que las guerra y postguerras son siempre un filón para el séptimo arte, y ello es especialmente marcado alrededor de la Segunda Guerra Mundial y su relación con la infancia, tal como ya hemos visto en Cine y Pediatría con películas de diversas nacionalidades: Alemania, año cero (Roberto Rossellini, 1948), Juego prohibidos (René Clément, 1952), El diario de Anna Frank (George Stevens, 1959), La infancia de Iván (Andrei Tarkovsky, 1962), El niño y el muro (Ismael Rodríguez, 1965), El tambor de hojalata (Volker Schöndorff, 1979), Masacre, ven y mira (Elem Klimov, 1985), La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), La tumba de las luciérnagas (Isao Takahata, 1998), Hijos de un mismo Dios (Yurek Bogayevicz, 2001), Napola, escuela de élite nazi (Dennis Gansel, 2004), El niño con el pijama de rayas (Mark Herman, 2008), La cinta blanca (Michael Haneke, 2009), La llave de Sarah (Gilles Paquet-Brenner, 2010), Lore (Cate Shortland, 2012), La ladrona de libros (Brian Percival, 2013), La profesora de Historia (Marie-Castille Mention-Schaar, 2014), El viaje de Fanny (Lola Doillon, 2015), La infancia de un líder (Brady Corbet, 2015), Una bolsa de canicas (Christian Duguay, 2017), Sestrenka (mi hermana pequeña) (Aleksandr Galibin, 2019), Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019) o Los niños de Windermere (Michael Samuels, 2020).                      

Y hoy, con El tren de los niños, la película nos muestra el sacrificio que hicieron miles de madres y padres, quienes tuvieron que dejar ir a sus hijos porque apenas podían criarles en un contexto lleno de miseria, así como la solidaridad de las familias que los recibían. Y la historia comienza presentándonos a Amerigo Benvenutti, un solista de violín preparado para un concierto en el año 1994. Una llamada de teléfono le comunica que ha muerto su madre y durante el concierto regresan sus recuerdos al Nápoles de 1946, una ciudad tras los estragos de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Ahora conocemos a Amerigo Speranza, de 8 años (Christian Cervone), quien acude con su madre Antonietta (Serena Rossi) a la sede del Partido Comunista, donde explica que está sola porque su marido marchó a trabajar a América, que el hermano menor de 3 años falleció de asma y que es el único hijo que le queda. Allí le dan información para enviarlo en ese tren con otros centenares de menores… y, a partir de ahí, esa madre recibe presiones a favor y en contra de todo el vecindario, también de las monjas: “Los niños no son ni de sus madres ni de sus padres. Son hijos de Dios”. Pero la vida que le espera a Amerigo, en las aventuras con sus amigos Tomassino y Mariuccia, se rodea de pobreza, hambre, suciedad, estraperlo y buscarse la vida entre la miseria. 

Finalmente decide enviarle en ese tren que viaja al norte. Los niños van numerados e identificados, y en la estación del tren algunos vecinos expresan el temor por su futuro (incluso temen que les vayan a meter en hornos crematorios, recordando el holocausto previo), pero también a favor: “¡Los van a alimentar y a cuidar! ¿A cuántos niños se han llevado ya el tracoma, el reumatismo o el cólera? Pensad en ellos. En su futuro. No les robéis esta oportunidad a vuestros hijos. Esta es otra batalla contra el hambre. Si no pensamos nosotras en nuestros hijos, no lo hará nadie”. Y en el tren lleva escrito este mensaje: “Los niños de Nápoles dan las gracias a las mamás de Módena”. Y al llegar a la estación de destino les reciben con todos los honores y banda de música y mensajes esperanzadores: “Ni norte ni sur. Solo existe una Italia”. Allí llegan los padres adoptivos del norte, y al último que eligen es a Amerigo, quien se va con una ex partisana que vive sola, Derna (Barbara Ronchi), quien no se muestra muy entusiasmada, pues ella sabe de política y sindicatos, pero no de niños. Una bella mujer que viste de negro por haber fallecido su amor revolucionario asesinado por los fascistas. Y Amerigo sigue guardando la manzana que su madre le dio al partir, aunque ella le decía que él era un castigo de Dios. 

Las cosas no son fáciles inicialmente para Amerigo, al que, por ser de Nápoles, le dicen en el colegio que huele a pescado. Pero el tiempo juega a su favor, la relación con Derna se hace con el tiempo más maternal y también acaba integrándose en la familia de Derna, donde el hermano de ésta le introduce en la música del violín, instrumento que le regalan con su nombre el día de su cumpleaños. Y es su valor más preciado que lleva de regreso a Nápoles, pasado unos meses, donde su madre le dice que debe empezar a trabajar de ayudante en una zapatería y una vecina le recuerda: “Niño, a tu madre nunca le han dado cariño. Por eso no sabe darlo. Pero ella te ha cuidado siempre. Pues ahora que eres mayor, debes cuidarla tú”. 

Amerigo añora su vida en Módena y la música, pero su madre ha empeñado su violín para conseguir comida. Porque su madre biológica tiene celos de la madre del norte y le oculta que aquella le ha enviado cartas y comida. Y cuando descubre esto, nuestro protagonista regresar a Módena  en busca de su madre del norte (porque para él la madre del sur ha muerto ya). Y su madre verdadera decidió no ir en su busca, pues pensó que era lo mejor para él… y Amerigo cambió su apellido de Speranza a Benvenutti. 

Y cuando Amérigo regresa de adulto a Nápoles al entierro de su madre, allí debajo de la cama encuentra su violín, que la madre desempeñó de nuevo. Un final algo inconcluso que cabe cerrar, con esa dedicatoria final: “A los niños y a las madres de todas las guerras”. Porque ese regreso de Amerigo adulto a su ciudad y su casa simula el de otra película italiana emblemática, cuando el Totó adulto regresa a su pueblo y su cine en Cinema Paradiso. Dos adultos de éxito que recuerdan con añoranza su infancia y lo que les hizo llegar a lo que son. 

La directora italiana Cristina Comencini nos brinda una hermosa película sobre el amor de madre enmarcada en una historia que marco cientos de infancias en plena Segunda Guerra Mundial. Una historia con tres protagonistas, Amerigo (de niño apellidado Speranza, de adulto apellidado Benvenutti), su madre biológica del sur, Antonietta, y su madre adoptiva del norte, Derna, con ese viaje de ida y vuelta, y ese violín que fue la afición y el oficio de nuestro protagonista. Una Italia de posguerra donde prima la pobreza y desigualdad, pero donde la iniciativa de los Trenes de la Felicidad son un ejemplo de solidaridad y empatía entre regiones italianas. Y esta historia nos adentra en el desarraigo de estos niños y niñas al separarse de su entorno familiar, la lucha por adaptarse a una nueva realidad y construir su propia identidad, bien mezclado con la inocencia infantil y el amor maternal, tanto el de las madres del sur como el de la madres del norte.

 

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